Pedazos

Los vidrios rotos, otra vez.
La maldita hora arremete necia y no piensa posponerse.
Como si, luego de un determinado tiempo,
al fin esa negrura cubierta de débiles pestañas
hubiera decidido que habíamos excedido el límite.

Era cierto.

Había deseado tantas veces,
con el ímpetu de la dominación masiva,
ser solo un espejo medio empañado que
reflejara, aunque sea en partes,
la imagen sin distorsión que pretendías
sin decirlo.

Y no lo logré.

No había tantas risas.

Parecías un ser hecho de cosquillas
y vino tinto pero barato
y jeans rotos pero caros.
Sin embargo -y en consecuencia-
poco apto para ver mucho más acá de mi teclado.

Lo dejé todo.

Porque exhibirme como un torrente de felicidad
era burdo
pero aún lo era más mostrar, enseñar, regodearse
de que, sobre mis manos, pendía la tuya
(aunque tímidamente).

La hora.

Si las alas fueran reales,
si la novela que tiene un claro y acabado final,
si la sonrisa a media cara que de a poco se esfuma,
si el diálogo que nunca empezó,
si solo, si tan solo, pudiera existir la posibilidad
de que de una vez y para siempre
te exilie de este mundo de crueldad…

Si al menos todo eso existiera.

Nunca hubo tanta luz como en el auto estacionado
en una zona inhóspita cerca del río
bajo una débil luna,
ni hubo tanto dolor como esa noche,
como esas noches,
donde el infierno existía y era palpable
y vos no existías para probarlo.

Y no había ya

ni tanto tiempo, ni todo el tiempo
que entregué prometiéndome que no,
que ya todo cambiaría
que las trenzas rubias eran posibles
(mañana, en unos años)
pero el esguince era tan notorio
y se rompía todo
se quebraban las noches y los días
y la certeza de un futuro infame.

Fue la guerra.

Fue verte y decidir que ya
no.
Que no podía hacerme/nos esto
no podía jugar así con la utopía
de que tal vez
todo giraría a mi favor.

Entendí

que siempre que las cosas giraran a mi favor
toda la oscuridad te violaría los sentidos.
Ya no puedo hacerlo.
Solamente quiero que te vean como te veo yo
cuando bailo a tus pies
pero te ven también como te veo yo
tan deplorable a causa de una influenza maligna
que tiene mi nombre.

Y no bastó nada.

Aunque fuera máster en oratoria
el silencio inundó los espacios
y sobre una sábana un poco destendida
y el rouge de una taza con restos de café y rutina
desamarré todo.

La tortura de a poco acaba.

 

Y los vestigios solo son los pedazos irregulares.

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